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Los bienes inmuebles siempre han sido considerados como inversiones tangibles deseables; sin embargo, debemos prestar atención a distintas formas posibles de pérdida de valor si deseamos mitigarlas. Los avaluadores intentamos estimar estos deméritos o pérdidas mediante cuatro categorías: mantenimiento diferido, obsolescencia funcional, depreciación incurable por edad, y obsolescencia externa. Exploremos brevemente de qué se trata cada una.

En primer lugar, el mantenimiento diferido: elementos deteriorados, faltantes, o que han sido objeto de algún evento mayor, ya no pueden ser contabilizados como parte del inmueble. Por ejemplo, una ventana rota, pintura desconchada, cerraduras dañadas. Esta pérdida de valor generalmente se cuantifica con facilidad, restando la estimación de la reposición del elemento (materiales, mano de obra e incentivo del contratista).

En segundo término, tenemos la obsolescencia funcional. Se trata de elementos que pueden estar funcionando, pero ya no son propios de inmuebles a construir en la actualidad, sea por que la tecnología, regulaciones o preferencias del mercado han cambiado; pueden ser elementos constructivos o incluso de diseño, tanto presentes como faltantes. Como ejemplos tangibles pueden estar equipos ineficientes, acabados y artefactos que son considerados como pasados de moda, y que un nuevo propietario reemplazaría casi de inmediato. En cuanto a faltantes, ante el cambio de regulaciones, incumplimientos como falta de estacionamientos, ascensores, sistemas de protección contra incendios, y de facilidades para personas con discapacidades. Y un poco más sutiles o intangibles, configuraciones de diseño que no se adaptan a la vida moderna. Para estimar esta depreciación, primero es necesario entender si el defecto es subsanable, en cuyo caso equivale al costo de reposición; sin embargo, en algunos casos esto puede no ser factible. Por ejemplo, un edificio comercial que no cuenta con la cantidad actual requerida de estacionamientos, es posible que no tenga espacio para incluirlos; en estos casos, la pérdida de valor debe estimarse por enfoque de mercado, es decir, comparando valores entre edificaciones que cumplen y las que no. Este tema es complejo, ya que además existe la posibilidad de que las autoridades no permitan modificaciones mayores en una edificación que no puede ser adaptada a las regulaciones vigentes.

Como tercera pérdida de valor, tenemos el paso incurable del tiempo por edad, con su consiguiente deterioro. A pesar de la calidad y del buen mantenimiento, todo material tiene un término de vida; al cabo de la misma, a lo sumo nos quedará un valor de rescate de lo vendible o reciclable. La observación cuidadosa de los elementos que conforman una edificación nos permite separar los elementos constructivos según su período de vida, estimando lo que ha transcurrido de cada uno, y ponderar su valor como parte del conjunto. Por ejemplo, las alfombras son de corta vida, que puede alcanzar 10 años, en contraposición con la estructura, que posiblemente llegue sin problemas a 50-75 años; ambos elementos contribuyen con un peso distinto al costo total de la edificación. Las buenas prácticas de administración y mantenimiento sugieren un calendario de largo plazo para el reemplazo de estos elementos al acercarse el término de su vida útil, de manera que podamos «echar hacia atrás» la cuenta del implacable reloj sobre este componente.

La última consideración sobre la pérdida de valor está dada por la obsolescencia externa. Ésta se debe a elementos físicos, ambientales o sociales que inciden en la propiedad. El entorno va cambiando, y se producen situaciones de alto tráfico, ruido y contaminación ambiental; también pueden haberse incrementado riesgos de inundaciones u otros desastres, o el área puede ir presentando signos de deterioro económico y de las condiciones de seguridad. Al igual que la obsolescencia funcional, algunas de estas condiciones pueden ser resueltas in situ, como colocando ventanas con mayor aislamiento para el ruido, o realizando algunas obras adicionales para evitar las inundaciones. En otros casos, evitar eta obsolescencia está fuera de nuestro control, y solo puede ser estimada en función de comparaciones en el mercado. Por ejemplo, un local muy valorado en una esquina de una ciudad, puede experimentar decaimiento considerable si se construye un paso elevado vehicular que desvía toda la afluencia de vehículos de su ubicación.

Sobre la obsolescencia externa, no todo es negativo. Cuando hay transformaciones importantes del entorno urbano, como calles residenciales que se van tornando comerciales, en muchos casos el aumento del valor del terreno puede compensar la obsolescencia funcional, atrayendo a otro segmento de usuarios potenciales, que no valorarán las mejoras, pero sí el terreno.

En conclusión, debemos mantenernos alerta ante las posibles pérdidas de valor de las edificaciones, tomando en cuenta que son una inversión o fuente potencial de riqueza activa, es decir, que requieren destinar fondos periódicamente para su mantenimiento y reposición de elementos, o para mitigar diversas condiciones de cambios regulatorios, preferencias y externalidades.

Contacto: Arq. Carla M. López Abello, MAI +507 226-5197 / 6675-2492 clopez@insitupanama.com

Nota: Esta publicación está sujeta a derechos de autor de acuerdo con las leyes de la República de Panamá.  Si bien los datos son reales, no aplica ningún tipo de estimación para propiedades específicas sin un análisis de sus condiciones particulares.